La higuera milenaria se ha alzado silenciosa a la entrada de la casa comunal de mi pueblo durante generaciones. Nadie en el pueblo recuerda exactamente cuándo se plantó, pero solo sabemos que desde que mi abuelo era un niño que corría con camisa de manga corta y pantalones cortos, la higuera se ha alzado allí, majestuosa y silenciosa.
Cada año, a finales de junio y principios de julio (según el calendario lunar), mi pueblo entra en la temporada de carambolas. La copa redonda del árbol cubre un rincón del patio de la casa comunal. Cada carambola redonda y dorada es como una pequeña joya escondida tras una capa de hojas verdes. Todo el pueblo parece impregnarse de una dulce fragancia, que anuncia la suave llegada del otoño. Cada mañana, siguiendo a mi madre al campo, pasando junto a ese árbol de carambolas, miro si ya ha caído alguna fruta. Su aroma especial, una vez olido, es difícil de olvidar.
Esta fruta no es popular durante las festividades ni el Tet, ni es un manjar que se antoje. Pero para la gente de mi pueblo, esta fruta forma parte de los recuerdos, una parte irremplazable de la infancia. Es el aroma de los días tranquilos, el canto de los pájaros por la mañana, el sonido de los zuecos de la abuela al ir temprano al mercado, el cuento que mi madre suele contar antes de acostarse: "Thi, Thi cayó en mi bolso, la dejé olerla, pero no se la comió". Quizás por esa historia, mis amigos y yo amábamos tanto esta fruta fragante, como si cada olfateo y atesorara todos nuestros recuerdos de infancia.
En las calurosas tardes de verano, los niños nos reuníamos junto al baniano a la entrada del pueblo para jugar a la comba, al volante, a las canicas, etc. El viejo baniano se erguía allí como un fresco dosel verde, abrazando nuestra infancia en sus frondosos brazos. Un día, llegó una tormenta y su dosel se extendió para bloquear el viento en todo el patio de la casa comunal. Cuando pasó la tormenta, las hojas cubrieron el suelo, las ramas secas se rompieron y cayeron, y los frutos jóvenes y maduros se esparcieron por todas partes. Las mujeres y las madres recogieron las hojas para secarlas y cocinarlas, y trajeron el baniano maduro para ponerlo dentro de la casa y que perfumara. En cuanto a nosotros, nos abrazamos a los verdes banianos, charlando y jugando al tira y afloja, pasándolo genial.
Como costumbre, cada vez que la temporada de carambolas está en pleno apogeo, mi madre pone un platito en la mesa de centro, como si exhibiera un rincón del otoño en la casa. Mi madre selecciona cuidadosamente la carambola redonda y dorada, la reserva para exhibirla durante unos días y que desprenda su aroma. El aroma de la carambola se extiende suavemente por el aire, impregnando cada rincón, incluso en las apacibles siestas de la tarde. Cada vez que vienen invitados, mi madre sirve una taza de té de loto caliente; el aroma del té se mezcla con el aroma de la carambola para crear una fragancia suave, como una armonía rústica del campo. Todavía recuerdo la imagen de mi abuela sentada junto a la ventana, sosteniendo una pequeña bolsa de tela con una carambola dentro. De vez en cuando, se acercaba la bolsa a la nariz, la olía ligeramente y luego sonreía, una sonrisa apacible, como si toda su juventud y recuerdos del pasado volvieran en ese dulce aroma a carambola.
La vieja higuera ha envejecido con los años, su tronco áspero y negro brillante, silencioso como un testigo silencioso del paso de muchas estaciones. Yo también crezco con cada estación que madura. De niño, la higuera era un juguete para mí, un pequeño pero fragante regalo. De mayor, la higuera era el aroma de los recuerdos, la dulzura que aún perdura en medio del bullicio de la ciudad. Cada año, cuando tengo la oportunidad de regresar a mi pueblo natal, al pasar junto a la higuera a la cabecera de la casa comunal, mi corazón se aquieta de repente. La higuera sigue allí, el follaje aún es exuberante, la fruta aún dorada como antes, la única diferencia es que ya no se oye la risa alegre de los niños de años atrás.
En medio del bullicio de la ciudad, todavía me encuentro de vez en cuando con pequeños puestos al borde de la carretera que venden caimitos maduros. A menudo me detengo a comprar algunos, no para comerlos, sino para conservar algo familiar. Ese aroma, aunque persistente, es suficiente para transportarme a un rincón del pueblo, donde hay un viejo caimito, el patio de una casa comunal cubierto de musgo y días despejados y sin preocupaciones.
Se suele decir que hay aromas que nos acompañan toda la vida. Para mí, es el aroma del caimito maduro, un aroma familiar que me llena el corazón cada otoño. Temporada del caimito, la temporada de cosas sencillas pero profundas. Y para mí, no hay nada tan rústico y a la vez conmovedor como el caimito amarillo maduro, que emana su aroma en silencio, recordándome los viejos tiempos de paz que nunca se desvanecen.
Ha Linh
Fuente: https://baodongnai.com.vn/van-hoa/202508/mua-thi-ve-trong-noi-nho-ea21ed3/
Kommentar (0)